No hay mejor lugar que estar en casa. En casa hay paz y descanso de lo complicado de la jornada. No importa nada más que finalizar el día, ponerse la pijama y las pantuflas; y acostarse en el viejo sillón a descansar.
Te levantaste temprano, estuviste al menos ocho horas fuera de casa, regresas al finalizar el trabajo y todo luce tan familiarmente y acogedor. Hasta el perro mueve la cola, alegre de verte regresar. No importa que la ropa esté sucia, que haya platos que lavar y preparar la cena; cuando introduces la llave y abres la puerta de tu hogar, la primera sensación que te acoge es: “Gracias a Dios estoy de nuevo en casa”.
“Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.”
Lucas 15:20-24
«Parábola del hijo pródigo»
Hace unos días, leyendo la parábola del hijo prodigo, me detuve a pensar en lo difícil y desesperante, que podría ser la situación del hijo que se fue lejos. En cierta forma la situación te hace meditar en lo agotador que resulta estar lejos de casa. No tienes un sillón donde descansar, alguien con quien conversar, al menos un televisor para distraerte o un perro que te mueva la cola. Simplemente todo es frio y poco hogareño. Y aunque todos los días regresamos a casa a descansar, muchas veces estamos presentes en nuestro hogar terrenal, pero ausentes de nuestro hogar celestial.
Lo cierto del caso es que todos hemos sido este hijo prodigo alguna vez. Producto de nuestra rebeldía y nuestra tendencia a pecar, nos hemos ido de la casa del Padre; y rondando por el mundo hemos encontrado distracciones mas nunca descanso. Y es que el mundo es tan agotador como la jornada de trabajo, pero sin la recompensa de la paga. El mundo te agota, te golpea y de disminuye. El pecado es tanto y la carga es tan gravosa que sientes que nunca más regresaras a casa, pues el Padre nunca te aceptaría en tan deplorable condición. Somos tan duros al juzgarnos nosotros mismos; al igual que el hijo prodigo pensamos que si hemos de regresar a casa, debe ser por la puerta de atrás; que Dios no quiere ni mirarnos a los ojos y que no obtendré su perdón.
Algo que había olvidado el hijo prodigo, es que él siempre fue un hijo, aunque su plan era ser un jornalero, delante de su padre, él seguía siendo un hijo. Con Dios sucede lo mismo, pensamos que nuestros pecados han sido tantos que no podemos ser llamados hijos suyos; pero de algo estoy convencido en mi vida: “Yo soy un gran pecador, pero El es un gran Salvador”. Y es tan inmenso su amor hacia mí, que aun siendo yo un pecador, Cristo vino y murió para que yo viviese.
Tal vez has estado lejos de casa; tal vez sientes que tu tiempo lejos de Dios ha sido tanto, que ya has olvidado que siempre has sido su hijo. Tal vez el mundo te ha golpeado tan duro y tan seguido, que añoras el descanso que hay en la casa del Padre, pero en tu corazón hay demasiada vergüenza como para volver. Tal vez crees que si has de volver será por la puerta de atrás. Sin embargo te recuerdo que hay un Dios que cuando te fuiste de casa, no cerró la puerta y que todos los días se sienta en la entrada de la casa pensado: “Cuando será el día que mi hijo decida volver”. El día que regreses te darás cuenta que no hay como estar en casa…